Por Prudencio Bustos Argañarás
Miembro de Esperanza Federal
Miembro de Esperanza Federal
(Versión actualizada de la publicada en La Voz del Interior el 9 de noviembre de 2004)
Creo que entre los
principales debates serios y profundos que nos debemos los argentinos –y que
parecen estar totalmente ausentes de las “propuestas” electorales– se
cuenta el referido a la
Universidad estatal que tenemos, y la que queremos y
necesitamos. Sin embargo, el populismo que inficiona nuestras instituciones y
parece enseñorearse en todos los últimos gobiernos, evita ese debate, pues le
conviene impedir que las cosas cambien para continuar medrando con nuestra
decadencia.
Las pocas voces que se escuchan acerca del tema apuntan en
general a reflotar los viejos mitos que todavía se esgrimen como verdades
absolutas e irrefutables y que en muchos casos son, según mi criterio, la causa
de la decadencia de nuestra enseñanza superior. Propongo en estas líneas un
análisis desapasionado de algunos de ellos.
La gratuidad
En las universidades de
gestión pública la enseñanza debe ser gratuita, se nos dice, sin advertir que
la gratuidad es una mentira, puesto que si no paga el que recibe el beneficio,
lo hace por él el resto de la sociedad. Constituye además, un mecanismo
perverso de reasignación de recursos, pues aunque a los impuestos los pagamos
todos, es bien sabido que la mayor parte de los que concurren a la universidad
no son precisamente los pertenecientes a los estratos socioeconómicos más bajos,
sino los que gozan de una situación de cierto bienestar. Para decirlo en dos
palabras, el resultado es que el obrero termina pagándole los estudios al hijo
del rico.
Mucho más justo parece que el que puede pagar lo haga y el
que no, si acredita dedicación y voluntad de estudio, reciba una beca que le
permita hacerlo y si es posible, mantenerse con ella si sus necesidades son
mayores. Si los mismos recursos que hoy se destinan a subsidiar la oferta,
pasaran de esa manera a subsidiar la demanda, habríamos dado un paso importante
en orden a su eficiente asignación y a la promoción de los sectores más postergados
de la sociedad. Además de incrementar el presupuesto universitario con los
aportes de quienes pueden pagar y de obligar a las universidades –estatales y
privadas– a competir entre sí para atraer a los estudiantes.
El ingreso irrestricto
Este es otro gran engaño
al pueblo, al que se le obliga a pagar los estudios de todos cuantos quieran
ingresar, sin permitirle que les exija previamente una demostración de su verdadera
vocación y su concentración al estudio, que lo hagan acreedor a tamaño subsidio.
El daño social resulta mayor aún por cuanto esos recursos que se le quitan a la
comunidad, sirven para atiborrarla de profesionales mal preparados –porque la
capacidad de la universidad se ve desbordada– en una cantidad que excede sus
necesidades. Con lo que también se estafa al propio estudiante, que en buena
proporción terminará colgando su título para manejar un taxi o instalar un
kiosco, frustrando así una vocación y perdiendo varios años de su vida.
¿Puede concebirse mayor desperdicio social que éste? En
ningún país serio del mundo se ingresa a las carreras de gran demanda en las
universidades públicas sin examen previo, y resulta paradójico que sean los
grupos autocalificados de izquierda los que reivindiquen el ingreso
irrestricto, privilegiando el interés individual por encima del social. Desde
luego que habrá que idear mecanismos de selección adecuados y eficientes para
evitar las injusticias y las arbitrariedades, pero sin olvidar que la
universidad no está para compensar las falencias de los niveles primario y
secundario. Igualar para abajo es la mejor manera de deteriorar una sociedad.
La más clara
demostración de la incidencia negativa que este absurdo tiene sobre la calidad
académica, lo proporciona la experiencia de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional
de Córdoba, que ha visto mejorar sustancialmente el nivel de preparación de sus
alumnos desde que tuvo el coraje de reimplantar el examen de ingreso con cupo.
El cogobierno
Otro de los mitos es el
del cogobierno, también un invento argentino que en ningún otro lado existe y
que atenta contra la naturaleza misma de las cosas. El estudiante, al asumirse
como tal, admite su ignorancia y reconoce la capacidad de sus profesores para
enseñarle. Resulta entonces una rara paradoja que intervenga con su voto en la
elección de quienes van a conducir la institución. Desde luego que deben
implementarse mecanismos ágiles para que los estudiantes –razón de ser de la
universidad– hagan conocer sus inquietudes y sus propuestas. Pero de allí a
hacerlos gobernar hay un abismo.
La universidad debe
educar a los jóvenes para vivir en democracia, pero no corresponde aplicarla en
la elección de sus autoridades y en su gobierno. La democracia sólo tiene
cabida cuando los integrantes de una comunidad son iguales entre sí. Es posible
en la sociedad civil republicana, en la que todos los ciudadanos somos –al
menos en teoría– iguales ante la ley. Pero resulta inviable en instituciones en
las que existen jerarquías, como la familia, las fuerzas armadas, las iglesias
o los institutos de enseñanza. ¿Puede alguien concebir a un padre haciendo
votar a sus hijos para decidir en qué gastará su sueldo? ¿O a los soldados
eligiendo la conducta que van a seguir en la batalla?
Haber convertido a la Universidad en el campo de Agramante en el que los
partidos políticos dirimen sus contiendas electorales ha sido la mejor manera
de prostituirla. Hoy asistimos azorados a elecciones estudiantiles que disputan
las distintas agrupaciones políticas, como si se tratara de bancas
legislativas.. Ni qué hablar del caso de los no docentes, cuya participación en
el gobierno universitario no resiste el menor análisis.
La autonomía
Por último, merece un
párrafo la famosa autonomía universitaria, entendiendo por tal la capacidad de una
institución de fijar sus propias normas. Si la universidad pertenece al pueblo,
que la financia con sus impuestos, le asiste a ese pueblo el derecho
inalienable de imponerle, por medio de sus representantes, sus fines y algunas
de sus pautas de manejo. Por caso, la determinación del número de profesionales
que cada universidad –en este caso tanto las públicas como las privadas– puede
admitir, debe ser establecida por el Congreso de la Nación , como parte de una
política integral que contemple las necesidades de la sociedad y la capacidad
de cada casa de estudios.
Otra cosa muy diferente, con la que suele confundirse la
autonomía, es la libertad de cátedra, que sí debe defenderse a todo trance de
los partidismos y los fanatismos. Vicios que preocupa haber visto prevalecer en
casos como las persecuciones que debieron padecer profesores de la Universidad Nacional
de Córdoba en años recientes, tales los casos del doctor Mariano Arbonés y la
doctora Norma Pavoni.
Seguir reivindicando los
postulados de una reforma ocurrida hace 93 años resulta cuanto menos un
anacronismo y parece más bien una excusa de los demagogos para dejar las cosas
como están. Los problemas que aquejan a la universidad actual nada tienen que
ver con los que existían en 1918 y exigen que nos ocupemos de inmediato de
buscarles soluciones eficientes. Las consecuencias de los errores en este campo
no se miden en años sino en generaciones y a los argentinos no nos está
sobrando el tiempo para perseverar en el ejercicio de experiencias fracasadas.
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